La primera vez que llegué a Tharpaland, el centro budista que emerge en medio de un bosque de Berlín como si saliera de un cuento de hadas, me pidieron que preparara las ofrendas. Tras más de 10 años yendo a distintos centros budistas, tocaba demostrar que había aprendido algo de toda aquella travesía.
He visitado muchos centros Kadampa por todo el mundo, no es exageración, más bien fue un reto de vida. Una forma de construir lugares a los que escapar cada vez que el mundo “real” me sobrepasaba. El de Málaga era mi favorito porque tiene piscina, es lo que digo siempre, la realidad es que lo es por las personas que allí habitan.
Seres mitológicos que residen en mi imaginario, dudo mucho que de verdad existan.
Aquella tarde en Tharpaland, cuando me dejaron sola con un montón de frutas, dulces y exquisiteces alemanas, la recordé en aquella mini cocina obligándome a pelar un mango y hacer figuras bonitas con el resto de frutas exóticas. No quería, nunca quiero hacer caso, me cuesta demasiado cumplir órdenes. “Piensa en todos los méritos que acumulas, piensa en las bendiciones”. Yo la miraba incrédula, porque siempre trato de creer en todo y la verdad es que no creo en nada. Pero aquella tarde a solas creí en algo, tal vez en ella. En todas aquellas veces que me enseñó a ponerle cariño a lo que hacíamos, a colocar todo para que quedara bonito. Terminé mi obra maestra y le mandé una foto.
Rituales: conjunto de ritos de una religión
o secuencia de actos que contemplan palabras, gestos o acciones que se repiten a través de unas secuencias previamente establecidas. ¿Qué sentido tienen? Siempre los he observado desde la pretendida superioridad moral que me daba dudar de todo.
Como si supiera más de la vida por no tener certezas ni creencias.
Me gustaría creer a mi madre cuando me dice que no me preocupe más porque ya ha ido ella a ponerle una vela a la Virgen de las Angustias o en aquella vecina que recita el rosario a mi lado. En el San Antonio que mi madre “robó” para mí y mis amigas y del que siempre hablamos en nuestro grupo de WhatsApp entre la comedia y la herejía. Ojalá creyera en lo que me cuentan cuando voy al centro budista y olvido que no son solo cuentos, que ellos lo creen, y eso da sentido a sus vidas.
He vivido un año dividido en dos actos. La primera mitad protagonizada por un nuevo episodio depresivo, esta vez amenizado con una novedad sorprendente: los ataques de pánico. Toda una fantasía distópica aderezada con disociaciones, temblores, crisis de ausencia y palpitaciones en el corazón como si fuera a romperse.
Al final se me rompió…de tanto forzar una fortaleza pretendida.
Y al caer, al soltarlo todo, abracé la oscuridad. Mi mejor amiga, fiel compañera. Siempre recurro a Camus porque no sé explicar mejor que él lo que supone renacer de las cenizas cuando todo parece perdido. Porque allí, en medio del invierno de mi alma, traté de recordar que habitaba en mí un verano infinito.
Pero no era cierto, no todavía.
Aquella tarde en Tharpaland dije que sola podía y al final no pude. Así que vinieron a ayudarme, a elegir manteles y decoraciones. A contagiarme su alegría. En esa primera mitad del año tampoco pude y, al caer, empecé a pedir ayuda. Descubrí que no estaba sola, a pesar de que llevo toda mi vida defendiendo a capa y espada mi derecho a la soledad.
A la soledad sí, pero recuerda: siempre y cuando sea elegida.
El segundo acto se basó en una elegía del alma rota, hundida y perdida
El otro día leí que al llegar a Ítaca, a punto de alcanzar la meta, Ulises sintió que no podía más, recordó a todos sus amigos muertos, todas las batallas perdidas. ¿Para qué seguir?, ¿qué sentido tenía continuar enfrentándose a los dioses que nos dominan? Entonces escuchó dos palabras que lo hicieron retomar su Odisea: aguanta, corazón.
Después lo escribiría Machado, mi poeta de infancia: Late, corazón, no todo se lo ha tragado la tierra.
Resiste, corazón, que aún nos quedan pedazos intactos que rompernos algún día.
Pocas lecturas para destacar este año, excepto un libro, uno pequeñito: La desaparición de los rituales de mi filósofo favorito, Byung Chul Han.
Los rituales, dice, nos conectan con una sociedad que va a la deriva. Qué tontería, pensé, los rituales son cosa de religiones arcaicas, no tienen nada que ver con mi vida. Ese pensamiento, esa certeza de que mi propio individualismo me salvará de todo, me llevó a alejarme de mi familia y las tradiciones navideñas hace tan sólo 365 días. Estaba cansada de celebrar siempre ritos en los que no creo y quería empezar el año a solas conmigo misma. Volví a la montaña, pero no encontré allí la soledad pretendida. Tuve que lidiar con personas desconocidas e irrelevantes que me cargaron con sus historias y dramas que no me correspondían. Eché de menos a mi familia y maldije mi afán de rebelarme contra todo lo que huela a ritual, a rutina.
Prometí no admitirlo ante nadie, ya ves tú qué tontería.
Ritos de iniciación y paso a la «adultez»
En los dos últimos años se han casado dos de mis mejores amigas y me he enfrentado al reto que supone para mí la idea del matrimonio, la monogamia, de esa cárcel que imagino que habita detrás de un “sí quiero” para toda la vida. Byung Chul Han me explicó que necesitamos ese rito. Celebrar con las personas que queremos el triunfo del querer, un día en el que, por unas horas, todo es perfecto y el amor logra salvarnos del abismo.
Retomé mi newsletter para hablar justamente de eso, de lo que sentí al cerrar mi etapa en Barcelona con una fiesta de despedida. Ese ritual de paso con mis amigos me ayudó a lidiar con esa tragedia griega en la que una vez más me he visto envuelta por culpa de la adicción a las drogas y el alcohol con la que lidia el guionista de mi vida.
Es Navidad mientras escribo
y quería dejar constancia de mi ritual preferido: ver cada año, desde que tengo uso de razón, Qué bello es vivir en compañía de mi padre. Cada Nochebuena sin excepción la misma historia, mil veces repetida. Un año solo la encontramos en un canal conservador y católico de cuyo nombre no quiero acordarme y que cortó la escena del banco en la que el malvado Señor Potter provoca la ruina del pobre Tío Billy y arrastra a la desesperación al bueno de George Bailey. Anoche volvimos a verla, mi madre, como siempre, no aguantó y se quedó dormida. Siempre te ha encantado esta película, desde que eras una niña. Pues claro, le dije, porque es la mejor historia jamás escrita.
No es por eso, es porque la veías con tu padre.
Se fue a dormir y yo me quedé pensando en que un día ese momento será un recuerdo, que ya lo es mientras escribo. Y que este año, al que le quedan apenas días, he aprendido a abrazar los rituales, me he reconciliado con esa rutina que me hace sentir presa de una jaula dentro de la rueda capitalista. Ahora echo mucho de menos mis rutinas construidas durante la segunda mitad de un año absurdo, caótico y sinsentido. Una secuencia protagonizada por la aceptación de que mi salud mental ya nunca volvería a ser tabú.
Aunque me dé tanta rabia la banalización de la locura.
Pasa el tiempo, pasa la vida
Seis meses de Lyrica, de lágrimas, de quemar puentes, pero también de construir rutinas. Vermuts de domingo en los que mandaban las risas y la alegría, noches de peli y alitas para recobrar la paz después de una semana de locura. Andar mucho, muy rápido y a veces sin rumbo, cuando me consumía la ansiedad y la agonía, hoy toca noche de pizza en el Raval, vamos al Circus porque hemos tenido una mierda de día.
“Eso se va a destacados” y así configuramos un cajón desastre de rutinas y promesas que nos harán ricos algún día. Tengo que ir a hacerme las uñas y me ha crecido mucho el pelo, a ver si Rosa me hace caso y quiere raparme. Qué asco Barcelona, no puedo más, vamos a escaparnos a algún pueblo perdido.
Subir a Montjuic cuando dude que es aquí (allí) donde quiero construir una vida, donde crearé mis propias rutinas que un día serán rituales de paso para seguir creciendo. Porque quiero dormirme en el sofá después de un vuelo demasiado largo, dudar por unos segundos donde estoy y escuchar esa voz en mi cabeza que me susurra, igual que la diosa Atenea le dijo a Ulises aquel día: Aguanta un poco más, corazón, que ya estamos en casa.
Como Ulises regresé a casa
después de una Odisea del alma y en el camino conocí personas, recuperé amistades, locuras, pasiones olvidadas. Volví a dar clase en persona y no a través de una pantalla, recordé de lo que soy capaz cuando las tinieblas se disipan.
Escribo porque se han ido, y entiendo perfectamente que antes no podía. Y es que cuando la oscuridad te rodea es muy, muy difícil recordar como era todo antes. Entender que, como decía en su newsletter otra de mis escritoras favoritas, Carmen Pacheco, el sol volverá a brillar, aunque a veces parezca que ha tardado toda una vida.
Volverá a brillar también para ti algún día.
Granada, 25 de diciembre de 2023.