Un paseo por la historia que derrumbó el muro que había dentro de mi
Llegué a Berlín por primera vez hace un año y cuatro meses. No sé bien por qué, pero un buen día decidí que iba a pasar allí sola mi 31 cumpleaños. Lo necesitaba. Dos años antes, cuando tuve que dejar Barcelona renunciando a mis sueños y planes de futuro, me ofrecieron un trabajo en esta ciudad alemana y tuve muchísimo miedo de cogerlo.
Así que me resigné, me rendí y de alguna manera me autocastigué aceptando un trabajo monótono y aburrido en el que no tendría las responsabilidades ni posibilidades de crecer que había tenido anteriormente.
Un lugar de esos que te provoca mala impresión desde la primera vez que lo pisas, que te provoca un nudo en el estómago difícil de definir pero que, algo dentro de ti, conoce perfectamente y la voz de tu cabeza te grita fuerte que te vayas, pero decides quedarte. Y yo me quedé. Callé a mi voz interior y me dije que no me merecía más que aquello. Así fueron pasando los meses divididos en días grises que se parecían peligrosamente entre ellos y de repente un día, llevaba ya un año entero allí. Viendo pasar las horas en las que todo era igual, desaprendiendo con cada acción contraria a mis principios todo lo que había avanzado. Escuchando cada día críticas que no tenían siquiera interés en ser constructivas. Y mi yo, esa yo que antaño nunca se callaba, la que cerró la puerta de un portazo y se marchó de un trabajo que le encantaba la primera vez que se sintió atacada…esa yo se hizo pequeñita, minúscula. Se perdió entre las críticas y los reproches, se dedicó a copiar y pegar textos que otros inventaban, a redactar palabras vacías, a llenar de humo innecesario el mundo.
Una tarde llegué a casa y sentí que el corazón me explotaba, quería llorar y no podía, quería gritar y no encontraba las fuerzas. Estaba atrapada en uno de esos sueños lúcidos que me hacen dudar entre fantasía y vigilia. Entonces pensé en Berlín. Supongo que cuando renuncié a ese trabajo fui tan cobarde que no me lo había perdonado.
La primera vez que pisé Berlín era de noche, muy tarde, tal vez demasiado para lanzarse a explorar una ciudad desconocida. Pero salí a la calle a pasear por mi barrio y escuché el silencio. Ese silencio que hacía tanto que no escuchaba a mi alrededor, el mismo que me obligaba a escucharme a mi misma. Al día siguiente me desperté antes que el sol y salí a recorrer sus calles con la pasión del que no sabe si tendrá más días, más oportunidades para ver tanto universo desconocido.
Recuerdo que llegué a Alexanderplatz, levanté la vista y la inmensidad de la torre de la televisión me obnubiló. Pensé en aquella niña que soñaba con escribir, con inventar historias, con recorrer el mundo. Ahora la veía sentada en un lugar gris rodeada de sombras y tareas inservibles. Viendo como sus días se escapaban y ese futuro idílico nunca llegaba.
Ese día, justo en ese momento, supe que algo pasaba conmigo. Al volver tomé una decisión que a mi en ese momento me pareció estúpida y una manera de tirar el poco dinero que entonces ganaba, ir al psicólogo. Mi familia no lo entendía, ellos veían el exterior que siempre trataba de mostrar una sonrisa que ocultara la cáscara vacía que era por dentro. Tuve miedo, quizás, pero sobre todo tuve apatía y me enfrenté con mucha hostilidad a aquella primera sesión.
Descubrí en boca ajena muchas cosas que ya sabía y una que no. Todo aquello que no podía sentir, esa anhedonia que me llenaba por completo, tenía un nombre, un sentido e incluso tendría un final. Aunque de momento lo único que tenía era el poder suficiente para acabar con las pocas ganas que tenía de seguir adelante con la vida.
Fueron tiempo difíciles de aceptación de mis propios defectos, días de perdonarme, de dejar de culpar al resto. Fueron días de querer sentir muchas cosas y no poder sentir ninguna. Hasta que un día, viendo una película absurda, pasó…empecé a llorar y sentí que un muro se empezaba a derruir.
Ese día había cancelado un viaje para ir a ver a mi familia, pero después de llorar, tras casi un año sin poder hacerlo, me duché, me vestí y cogí un autobús de vuelta a casa. Comimos pasteles, peleamos, reímos e incluso saqué valor para escribirle al chico que me gustaba. Recuerdo ese día porque fue el momento en el que empecé el camino de regreso, pero me quedaba aún por atravesar muchas tinieblas internas. Un sendero oscuro en el que mi psicólogo fue delante con una linterna porque sabe que voy de valiente, pero me siguen dando miedo los fantasmas y aún creo en las historias de vampiros. El no me hizo fuerte, me recordó que lo era. Me ayudó a reconstruir las alas que quemé por querer alcanzar el sol, esas alas que, al perderlas, me condenaron al infierno de mis profecías autocumplidas.
Meses en los que empezaron a volver los sentimientos y emociones tanto tiempo desaparecidos. Y entonces me di cuenta que no sabía que hacer con ellos, eran demasiados y desconocidos. Al salir de esa constante evitación apareció el miedo, y le pedí a mi loquero que me dejara volver atrás, quería volver a dejar de sentir y regresar a la nada infinita. Pero como el me dijo, y yo temía, ese camino no tenía más salida que seguir hacia adelante.
Supe entonces que tenía que irme, romper y empezar de cero. No se trataba de seguir mis sueños e ideales adolescentes, era cuestión de empezar a ser honesta conmigo misma. Y lo hice, al principio me daba miedo hasta buscar ofertas en Infojobs del pánico que tenía a las posibles “represalías”. Y de repente, en mi momento más oscuro, llegó, sin esperarla, la oportunidad que me sacó de ese lugar donde viví en la vacuidad absoluta durante casi dos años de mi vida.
Me tendieron una mano que agarré no sin miedo y reparos y de repente todo comenzó a fluir. Volví a Berlín entonces, porque lo necesitaba, quería llevar a mi familia y mostrarles el lugar donde vi el destello que me incitó a seguir adelante, el primer golpe que derribó el muro, el suyo en el pasado, el mío en aquellos días.
Berlín, tan rota como yo. Tan llena de contrastes, singularidades y experiencias. Tan única e indescifrable a pesar de tener todas sus cicatrices de lucha a plena vista. Berlín me recuerda a mi misma. A esa persona que lleva toda la vida con las cicatrices del dolor grabadas en el cuerpo y las historias que ocultan gritadas al viento como si apenas tuvieran importancia. Así soy yo, tan rota, extraña y difícil como la ciudad en la que quedé conmigo misma para tomarme un café y tratar de recuperar todo aquello que habíamos perdido en el camino de la vida.
El lugar donde volví a conectar con mi familia, reí, discutí y lloré como antes, como siempre. Ese viaje me dejó momentos inmortales grabados en la retina. Fotografías mentales que estoy segura que serán lo último que vea antes de abandonar este mundo. Pero no todo era de color de rosa y seguí lidiando con la oscuridad de mi mente y mi oscuro pasajero que siempre me recuerda que soy un fracaso absoluto.
Terminé el proyecto en el que estaba trabajando, viendo como se cumplía mi profecía autocumplida de que un día todo terminaría, de que era demasiado bueno para pasarme a mi. Me vi sin nada por primera vez en mucho tiempo, sin trabajo, sin dinero, sin obligaciones. Y lo que podía haber sido un colapso absoluto me aportó calma y libertad. Supe que no me quedaba más que hacer aquello que siempre había querido y al final siempre posponía. Así que me aislé de todo y de todos y escribí, escribí muchísimo hasta que se terminaron las páginas que habrían de componer mi primera novela, aquella que durante años creí infinita, inabarcable, imposible.
Mientras tanto empecé a trabajar en aquellas relaciones que descuidé en los tiempos de autismo autoimpuesto. Las amigas que llevaban ahí toda la vida, las que habían aparecido en los peores momentos y eran ya íntimas. Y esa parte de mi familia que realmente me conoce. Que no necesita etiquetarme para comprenderme y aceptan que soy tan libre que ni yo misma me puedo poner límites.
Tomé muchas decisiones en esos meses y encaminé mi vida a lo que siempre había querido: escribir y viajar. Tan fácil y complicado. Había tardado 32 años en entender lo que mi yo de 7 años tenía como certeza absoluta. Y entonces ya sí, volví de nuevo a mi Berlín esta vez sola, pero conmigo misma. Con la persona que más había echado de menos en aquellos años oscuros. Con mi versión caótica, intensa, repelente y obsesiva. Con mi yo más puro, sin artificios.
Y Berlín, tan bella y tan rota como siempre, me recibió como una vieja amiga a la que no hace falta ver ni hablar con ella a menudo porque la conexión entre ambas traspasa el tiempo y el sentido.
Han llovido un año, cuatro meses y dos días desde aquella primera visita. Escribo estas letras desde Schloss Sommerswalde, a 45 kilómetros de Berlín en un centro budista espectacular que emerge en medio de un bosque. He salido a pasear con mi libreta y mis recuerdos y me he sentado en este banco frente a un lago a escribir. Ha caído una castaña de los enormes árboles y casi me da en la cabeza, así que he pensado que si me fuera ahora, esto sería todo lo que siempre he querido en la vida.
Me he puesto a pensar en el Pequeño Vampiro, mi libro favorito cuando era pequeña, en Anton y en Rüdiger. En todas aquellas noches que me acompañaron y Anton me enseñó que ser diferente no era sinónimo de locura. He recordado que vivían en Alemania y he pensado que este bosque era perfecto para que Rüdiger viniera a visitarme.
Y así de repente, y como una idiota, me he puesto a llorar, porque tengo muchas lágrimas (de gratitud, felicidad, melancolía) que dedicarle a la ciudad que me devolvió las ganas de vivir. Aunque solo fuera por volver a patearla algún día.
*9 de noviembre de 2019. Hoy hace 30 años que cayó el Muro de Berlín y me he atrevido a sacar este texto de la oscuridad de mi libreta en homenaje a todo lo que esta ciudad representa. Berlín vivió durante años encerrada, dividida y rota, pero un día alguien dio el primer golpe que desencadenó la caída de un muro que había dividido vidas, personas, familias. Ese día cayeron más que piedras, se derrumbó la idea de que las fronteras pueden acabar con la esencia del ser humano. Y Berlín se transformó, se reinventó y logró ser la ciudad cosmopolita que hoy conocemos. Ese lugar donde todos tenemos derecho a ser nosotros mismos, y la Libertad (así en mayúsculas) ha ocupado su lugar en cada rincón donde antaño estuvo el muro.
1 comentario sobre «Las 3 personas que fui en Berlín»