La ciudad, hija mía, es un infierno. Y en toda España no hay una ciudad que se parezca más al infierno que Barcelona…” Carmen Laforet escribió Nada con 23 años…me he puesto a buscar cuántos años tenía su novela y me he enfrentado a la losa de la edad que acude inexorable a acallar las ilusiones que aún resistían imbatibles contra la pérdida de la juventud.
Con esa edad llegué por primera vez a Barcelona, «luz de mi vida, fuego de mis entrañas, pecado mío, alma mía…» el infierno en el que purgo mis pecados, el paraíso que anhelo cuando me voy a recorrer el mundo y necesito volver a casa.
Ayer debatí mucho sobre esta ciudad y lo que implica quererla. Soy muy fan de enamorarme de ciudades. En Londres habita mi alma punk y mis recuerdos de juventud con mis mejores amigas, peleas con bolas de nieve y conciertos inmortales. En Berlín me reencontré varias veces conmigo misma y sé que siempre tengo un banquito esperándome para cuando necesite recordar quién soy.
Basilea…cómo olvidarte. Fui tras las huellas de Nietzsche y encontré el sentido de mi propio existencialismo. Recuperé la pasión por el periodismo, volví a escribir poesía, soñé con un futuro y un anillo que encontré, pero perdí a la vuelta.
Y Barcelona…llegué aquí por mar. Las puertas del puerto, del cielo y del infierno se abrieron para recibir el barco pirata en el que viajábamos. Nosotras, las niñas perdidas que fuimos y que buscaban un faro de guía que les mostrara el camino de regreso a Nunca Jamás. Me enamoré a primera vista de ella. De su cielo, sus calles, de la decadencia del Raval y el misterio del Gótico. Tengo recuerdos inmortales conservados en un ámbar que sabe a Gin Xoriger de su mano entre la decadencia. Paseos que bajan las Ramblas y terminan en el puerto con un zumo de frutas que compraba en la boquería. Me sabe a horchata en Graçia de camino a mi librería favorita. A comer en sitios de sushi mientras debatíamos de todo y nada y borraba poco a poco mis cicatrices.
Recuerdo el primer Sant Jordi, el último y todos los de en medio.
Llevo tatuado un refrán en catalán que habla de comerciantes, de nómadas, de recorrer el mundo y volver a casa a renacer. Te llevo tan dentro del alma que me dueles en cada paseo. En ese comentario mientras bebemos cervezas en la terraza y alguien pregunta qué es esa luz que brilla y recuerdo Montjuic, también el Tibidabo.
Estoy intentando quedarme en Ítaca, acabar el viaje del héroe. Me aferro al poema y me digo: recuerda que “Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado” pero a veces me cuesta creerlo. Y me pregunto qué haré ahora que me he dado cuenta que aquí tampoco era.
Últimamente, recurro mucho al tarot gitano que mi padre me regaló con 15 años. A mis raíces nómadas que tiran demasiado fuerte de mi. A veces pienso que ya está, que aquí se está bien, que puedo quedarme un mes más, unos meses, un año, una vida…
Pero sé que no. Que por mucho que intente acallar las voces, tengo que continuar mi camino. He reflexionado en estos meses sobre el viaje del héroe. Las revueltas del camino y en cómo se llega al final feliz. He llegado a la conclusión que mi historia es más cercana a una de Murakami. Que mi errar será eterno y terminará sin un destino fijo. Se me ha roto el corazón y pensaba que ya venía destrozado de antes. Pero qué va…le quedaban aún pedazos intactos que había mantenido protegidos tras un muro y se me han hecho añicos. Trato de amarte, terra meva, pero eres mi mayor castigo. Llevas una década jugando conmigo. Como a la Andrea de Nada, me lo das y me lo quitas todo cuando estoy a un centímetro de alcanzar el paraíso. Y así…
“Llegaba a mi casa, de la que ninguna invitación a un veraneo maravilloso me iba a salvar, de vuelta de mi primer baile en el que no había bailado”
La tía Angustias tenía razón, no hay una sola ciudad de las que alguna vez he pisado, que se parezca más al infierno. Y el fuego atrae, pero termina por reducirte a cenizas.
Tengo que volver a irme lejos, de todo y de todos. Encapsular este año en un álbum de momentos inmortales que solo a mi me pesarán en el alma y la mochila. Fue bonito sentir que había llegado a casa. Me sirvió para retomar fuerzas, volver a creer en el amor, la amistad, los atardeceres infinitos y las risas que no acaban. Pero esa no es ya mi vida, no es ya mi futuro. Dudo mucho que Ulises hubiera podido llegar joven a Ítaca, habría tenido que partir a los pocos meses de enfrentarse a la rutina y lo conocido.
Es así, el alma nómada no concede más que prórrogas y después, vuelve de nuevo al ataque.
Tal vez llegue el momento en el que realmente esté preparada para quedarme en Ítaca, hasta entonces, seguiré enamorándome de ciudades de paso en las que volver a ser yo misma.