Hay libros a los que se vuelve como vuelves a casa de tus padres cuando el mundo se derrumba y solo necesitas que alguien baje la persiana para que puedas seguir durmiendo.
Ha muerto Milan Kundera y no dejo de pensar en La insoportable levedad del ser y en como regreso a ese libro desde hace ya demasiados veranos. Siempre en agosto, no sé por qué. En noviembre leo Todas las chicas besan con los ojos cerrados y en enero o en invierno, suelo necesitar a Cortázar o a Sartre. Depende de lo cerca que esté del abismo. Mis amigos filósofos, escritores, existencialistas como yo que dejaron su obra para que pudiera refugiarme allí cuando el mundo fuera demasiado pesado.
Escribir es horrible. Es agotador, extenuante. Un ejercicio de autoconocimiento y desnudez de la propia alma en el que todo lo que encuentras te repugna o maravilla según el momento vital. Escribir es hacer reformas dentro de uno mismo y descubrir una carta que alguien enterró en la pared, una habitación tapiada o un cadáver entre los tabiques que están demoliendo.
A veces me pregunto cómo pueden sobrevivir al absurdo aquellos que no escriben y recuerdo a mi hermano diciendo “es que lo piensas todo demasiado”
Mi novela es mi carga más pesada. Escribirla costó media vida, terminarla mil naufragios y ahora revisarla me parece una obra demasiado intensa y absurda como para enfrentarme a ella. Y por no hacerlo, he vuelto a escribir. La paradoja de aquel que escribe es caótica y no tiene ningún sentido.
En una parte de mi obra inacabada hago referencia a La insoportable levedad del ser. A ese momento en el que Teresa llega a casa de Tomás y la primera noche que pasan juntos la fiebre y la enfermedad la arrasan por completo. Y él siente que ha llegado a su vida como un niño abandonado en una cesta que flota río abajo. Aceptar la enfermedad es duro, pero es mucho más complicado aceptar la compasión.
«No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos» Milan Kundera, La insoportable levedad del ser
Recuerdo y recordaré siempre a la persona que me recomendó leer a Kundera porque decía que yo era como Sabina. Me he pasado tanto tiempo probándome ese sombrero ante el espejo, ocultando lo que la ropa tapaba, enterrando el alma camuflada en deseos prohibidos. Fui tanto tiempo Sabina que me olvidé por completo de Teresa. Verano a verano la he odiado por ser tan débil, sumisa, dependiente. Por querer a Tomás así, con toda su oscuridad, secretos y amores de una noche o varios días. Su imagen enferma y desvalida representaba todo lo que yo nunca sería. Porque nunca iba a dejarme caer, jamás sería como ella.
Asumir la enfermedad, integrar el dolor, la incapacidad, crear rutinas apegadas a químicos que equilibran la locura. Acciones cotidianas que esconden todo aquello que soy incapaz de aceptar de Teresa. Que ni Sabina ni yo, somos tan fuertes e independientes como toda la vida hemos pretendido. Y ahora vuelve el verano y me toca leerlo de nuevo porque el eterno retorno de Nietszche equilibra el caos que es mi mente.
Y tengo miedo porque sé que ha pasado el tiempo suficiente para que la madurez, las cicatrices o la propia vida, me alejen de Sabina desnuda sobre el espejo y me acerquen a Teresa desnuda, con fiebre, temblando y vulnerable pero, en casa, al fin y al cabo en casa.
Con alguien que baje la persiana para que pueda seguir durmiendo.