Hace un año por estas fechas estaba en Londres. No me hace falta mirar ningún recuerdo en redes para saberlo. Era mayo y era Londres.
Correr se me da genial, escaparme, inventar mundos, vivir aventuras sin saber qué pasará mañana. Por eso viajando construyo la idea de una constante felicidad que me proporciona la dopamina que mi cerebro no sabe producir. Porque cuando viajo me obligo a estar viva, a estar presente. Londres es mi lugar seguro. Vuelvo allí como vuelvo a Barcelona, sabiendo que conozco el metro, las calles, las combinaciones para llegar de una punta a otra. Que me pierdo de manera controlada.
Hace un año también leía literatura rusa y estaba en un club de lectura que llenaba los momentos de parón entre viaje y viaje. Leí Doctor Zhivago en muchas, muchas, muchas, muchas tardes de sol. Creyendo que no podría nunca con esa historia eterna llena de drama. Me perdí de la mano del diablo descubriendo su historia en El maestro y Margarita. Compré flores amarillas y pedí un deseo por el que vendí mi alma.
También leí a Gógol y pensé ¡qué estupidez de cuentos!
Hay una serie de Disney que siempre me olvido que estoy viendo y regreso a ella en noches de hastío y soledad: Tiny Beautiful Things. Va de una escritora que ha dejado de escribir. Y de cómo se desmorona su mundo por la simple ausencia de ese hecho. Acabo de ver un capítulo, uno entero, dedicado a ese cuento corto y absurdo sobre un hombre que una mañana se levanta y ha perdido su nariz. La protagonista regresa una y otra vez sobre el recuerdo de aquella época en la que no fue capaz de terminar la universidad porque no pudo escribir una redacción de 5 páginas sobre esta historia.
Mientras lo veía pensaba en Londres, no sé por qué. Y en mi leyendo a Gogol en el balcón, enfrentándome a la necesidad de terminarlo antes de la siguiente sesión del club de lectura. Pensaba en la sonrisa de mi madre comiéndose una ensalada al sol sentada en el suelo en Candem.
Pensé en mis Dr Martens que dolían mucho y me hacían una rozadura y en la chaqueta de The Clash que no me atreví a comprarme.
Esta mañana he metido mis botas rojas en una maleta que espera otro nuevo destino, otro nuevo comienzo. Y me duelen los pies y estoy cansada de andar y de escapar.
Perder la nariz, un hecho estúpido en el que no me paré a pensar porque al final nunca fui a esa reunión del club. Estaba en Canadá y no creo que me acordara. Pero terminé de leerlo, ese y todos los demás cuentos. Y pensé que Gógol estaba sobrevalorado. Que había sido absurdo dedicarle tanto tiempo. Esa serie me ha traído de vuelta al autor, sus preocupaciones y el poder que tienen los cuentos para hacer posible lo imposible. Porque un día te levantarás y habrás perdido la nariz. Esa que te permitía respirar no estará en su sitio. Y no lo comprenderás, la buscarás en todas partes y no estará…se habrá ido.
Ojalá supiera despedirme de mi nariz como lo hago de Londres, sabiendo que a Londres siempre, siempre se vuelve. Que aunque no sea este, tendré otro mayo lleno de sol y risas allí. Aprender a pararme también aquí, a disfrutar cada paso del camino y construir escenarios en Tecnicolor a los que recurrir cuando la vida pese demasiado.
Una escritora que no escribe, un cuento ruso olvidado, una redacción de menos de 5 páginas sobre perder la nariz y seguir respirando.