Estoy viendo a Iker Jiménez y Carmen Porter en casa de Bertín Osborne. En un programa que nunca veo ni vería porque está a años luz de mis gustos televisivos. Pero es Iker. En cuanto ha empezado me he dado cuenta de todos los años que hace que empecé a seguirlo. Cuando eres pequeño te dan miedo muchas cosas. La oscuridad, los fantasmas o las brujas. A mi no. Me crie leyendo las historias de El pequeño vampiro y mi película favorita era La profecía. Roald Dahl me enseñó a creer en las brujas y nunca perdí la esperanza de que Rupert llamara una noche a mi ventana.
Supongo que hay un punto de la infancia en el que decides si te quedas con la gris realidad o crees en que exista algo más. Por eso siempre he admirado a Iker. El ha dejado que su pasión de infancia se convierta en su forma de vida. Sabe que son pocos los que lo creen pero no le importa. Aquí entra en juego la diferencia entre creer o no en ti mismo. El otro día hablaba de los problemas a los que te enfrentas si eres extrovertido. Pero Iker me muestra cada domingo la cara amable de la auto confianza. Estudié periodismo porque me gustaba contar historias y tenía esa infantil idea de cambiar el mundo. El tiempo pasa y los sueños se van derrumbando al enfrentarte a la cruel rutina. Al llegar a esta parte de la historia hay personas que se rinden y aceptan que hay cosas imposibles. Y existen otras, esas que a lo largo de la historia han sido etiquetadas como locas, que deciden seguir intentándolo.
Iker es mi ejemplo a seguir desde hace más de 15 años y no es ninguna exageración. Es el tiempo que hace desde que lo descubrí en Milenio 3. Me fascinaba que existiera una persona capaz de contar historias sin importarle si los que lo escuchaban lo creían o no. Ni siquiera le importaba si le estaban escuchando. Era su búsqueda, el sueño de un niño de Vitoria que se hacía realidad cada noche. El creía en lo que hacía, era consecuente con sus valores y trabajaba duro para no defraudarse a si mismo.
He perdido la fe en muchas cosas a lo largo de estos años. Hay verdades que aprendes con la edad y tienes que aceptar que tus creencias tan solo eran mitos. Pero otras duelen. A mi me duele dejar de creer en el periodismo. Me duele muchísimo y lucho cada día por evitar que pase. Por eso me hace feliz comprar una vez al mes Jot Down y comprobar que en sus páginas el periodismo del que yo me enamoré sigue vivo. Pero pongo la televisión y hay demasiada basura que evita ver la luz. Siento vergüenza al ver que existen medios capaces de inventar cualquier historia por ganar audiencia. En algunos casos actuales de fraudes es a otros a los que debería darles vergüenza que sean los nuevos medios, esos que según ellos solo hablan de redes sociales, trabajen para desmantelar sus mentiras.
En ese mundo quedan pocos comunicadores de verdad. Y para alguien que creció admirando a Maruja Torres y Alberto Vázquez Figueroa, es difícil encontrar ídolos contemporáneos. No lo hago por ir de intelectual, pero evito ver demasiado la tele (también me crié en los tiempos de El Roto).
Pero cada domingo me siento delante de la televisión a escuchar historias. Cuarto Milenio es el recuerdo de veranos calurosos en Córdoba. La casa de mi abuela, además de dar mucho miedo, tenía una distribución absurda. Y cuando todos dormían ella sentada en el balcón me decía “apaga la luz de la salita”. Esa casa tenía dos salones y ese estaba impecable, nunca nos sentábamos allí, era solo para las visitas. Las sillas de madera se alineaban pegadas a la pared y un gran espejo (que a todos nos parecía siniestro) enmarcaba el mueble principal. Pero lo más característico de ese salón era que solo tenía un interruptor. Y cuando lo pulsaba tenía que correr al lado de las sillas, del espejo siniestro y del pasillo con fotos de antepasados en blanco y negro. Mi cuarto estaba justo al lado del interruptor. Pero yo prefería pasar esos momentos de pánico infantil porque en el balcón me esperaba una recompensa. Había historias de niños que veían fantasmas, de ruidos inexplicables, de leyendas imposibles. Y yo escuchaba en silencio admirada por la fuerza de lo desconocido. El cuarto de mi abuela estaba al lado del balcón así que, terminada la tertulia, me tocaba desandar el camino a oscuras.
Y cuando me siento a escuchar a Iker, hace 15 años en la radio y ahora cada domingo, siento la emoción de aquella niña que escuchaba en silencio historias imposibles. En alguna de esas noches elegí creer en la magia y no dejar que me aplastara la cruel y gris realidad. Por eso Félix Rodríguez de la Fuente es el ídolo de Iker, el le enseñó a los niños que eran especiales y que existía algo más que lo que nos habían enseñado.
Fue un maestro que invitó a soñar, a investigar, a no creer en lo establecido. Y tal vez por eso, Iker es el mío.
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