Apenas he leído a Antonio Gala, soy sincera. Mis tías llevan toda la vida tratando de convencerme de que en sus páginas me encontraría. La vida siempre era más urgente y no suelo hacer caso cuando toca. Ayer se fue Antonio. Con su elegancia innata y esa serenidad que lo caracterizaba. Con su amor por su Córdoba integrado en su forma de ser. Y se empezó a compartir por todas partes su palabra, su obra, su esencia que me removió aires antiguos con olor a verano.
No soy una persona feliz y tardé media vida en aceptarlo. Mi entorno tardó algo más porque mi máscara de payaso estuvo fijada durante años. Hasta que un día mi loquero me permitió decidir quien quería ser realmente y yo solo quería ser la niña que se sentaba en el balcón a escuchar historias de miedo. En aquellos veranos en Córdoba con 50 grados a la sombra. De noche, sentada en el balcón, con mi abuela enfrente, cada una en una silla de plástico que se me pegaba a las piernas y dolía porque hacía un calor de muerte y no corría ni una brizna de aire. Porque eso en Córdoba en agosto no es algo negociable.
Era feliz en esos momentos porque no lo era en los otros. Si no fuera por la oscuridad y la pena que me rodeaba no recordaría con tanta intensidad su pelo negro, sus manos, el queso que me cortaba en pedazos gigantes apoyándose en su pecho y las cerezas fresquitas. Ella, mi calma y mi sosiego. Ese balcón era el único lugar donde no tenía que usar la máscara de pretendida felicidad. Y, sin embargo, me reía a carcajadas. Y ella sonreía con aquella mirada triste y me contaba historias negras de una España en tinieblas. Y me decía que volverían, que nunca se habían ido. Una peseta de aceite y aquel panadero. Me obligo a recordarlo siempre, abuela.
Tu ironía que es la mía y la base de mi sátira, tu humor ácido que nadie entendía y a mi me hacía tanta gracia. Porque veía que no eras feliz y, sin embargo, me querías tanto…tanto que en unos días hará más de una década que te fuiste y esa certeza me sigue rescatando del abismo de mi misma. No me gusta que llegue el verano porque siempre te echo de menos. Y siento que ya no puedo regresar allí y me pierdo…
Al escuchar a Gala te recordé, a ti y a tu Córdoba que tanto amaste. Esa que me enseñaste a querer allí sentadas y que nunca recorrimos juntas. La he recorrido muchas veces sin ti. Recordando los buenos tiempos cuando aún salíamos a comprar, tu vestido, tu monedero negro, lo alta y guapa que te recuerdo. Tus cuentos que calmaban mi furia y me ataban al momento presente. Una noche nos cantó la tuna y tú les gritabas que se fueran. Te preguntaron tu nombre y yo lo grité y te cantaron una copla que te hizo reírte. He tardado una vida en dejar de pretender no estar triste.
Supongo que ese miedo a quedarme sola en el balcón persiste.
Pero pienso que siempre habrá alguna niña loca que escuche los cuentos que me invente, que a lo mejor un día también a mi me canta la tuna.
Y si viene la felicidad, bien, y si no…que la zurzan que tampoco es imprescindible.
Se acerca el calor y te echo de menos Carmela, como cada verano.