¿Has visto alguna vez la película de Inside Out de Disney? Si tuvieras que elegir a uno de los personajes ¿con cuál te quedarías? A mi me parecen todos geniales e irrepetibles, pero, durante mucho tiempo, me sentí muy identificada con ira. La ira es uno de los sentimientos más desagradables que existen y también más doloroso.
A mi me sabe a sangre, a dolor intenso de barriga, a presión en las sienes y tensión en las articulaciones de los dedos de tanto apretar los puños. Me sabe a mi propio cuerpo, a la marca de mis dientes en mi brazo para canalizar un dolor tan profundo que ni siquiera se puede expresar.
A eso sabe la ira. Y cuando se disipa se lleva todo con ella y sientes un vacío tan enorme que te sientes completamente perdida. La ira fue mi compañera muchos años, demasiados. Era tan parte de mi que ni siquiera me paraba a escucharla. Daba por hecho que así era yo y tenía que aceptarlo. Y es cierto, es importante conocernos y comprender como funcionamos, pero hay algunas emociones que, aunque resulten necesarias, pueden llegar a apoderarse de lo que eres.
Cuando vi la película de Un monstruo viene a verme, me vi reflejada en ese niño que no llora, no se queja, no se hunde…pero es capaz de destrozar el mundo entero con sus manos. De la soledad impuesta, del dolor infligido, de la rabia contenida surge la ira con una fuerza capaz de acabar con todo lo bueno y crear todos los monstruos que imagines.
Viví con ella tanto tiempo que ni siquiera recuerdo de donde salió y cuando fue la primera vez que vino a verme. Si fuera un monstruo como el de la película se parecería al que salía en el libro de Maurice Sendak, porque yo siempre me parecí al loco de Max. Mi monstruito interior era capaz de hundir todo a su alrededor. Tenía una fuerza y una potencia que arrasaban con todo…pero siempre llegaba tarde. Nunca venía a tiempo para protegerme y se proyectaba en todos aquellos que solo querían lo mejor para mi.
Cuando fui la primera vez al centro budista de Málaga y nos hablaron del apego yo les dije que no tenía de eso, no estaba enganchada a nada y nunca he valorado las posesiones materiales. “Entonces tendrás ira” y si que la tenía. Mi ira se escondió mucho tiempo porque vivía al lado de una persona que era un agujero negro capaz de tragarse todas mis emociones. Igual que se llevó lo bueno, la luz, la magia, la alegría, también acabó con la ira. En aquellos días si la eché de menos a mi fiel compañera, sé que ella me habría ayudado a salir de esa oscuridad infinita. Pero se había ido y yo me dejaba llevar por un camino que ni siquiera sabía si era mío.
Había pasado mucho tiempo cuando volví a enfrentarme a mi misma, fue en mi primera visita al KMC de Málaga. Allí pasé muchas noches riendo, conversando y aprendiendo. Recuerdo que estábamos un grupo de mujeres sentadas hablando de todas nuestras relaciones fracasadas y yo me levanté y dije: Hola soy Zulay y soy adicta a las personas tóxicas. Siempre había querido ir a terapia solo para decir eso y ser protagonista.
En aquellas noches, en aquellos días, escuché muchas veces que no podía culpar a otra persona de lo que me había pasado. Y eso me provocaba mucha ira ¿cómo no va a tener la culpa si ha sido esa persona el origen de todo? Me lo podrían haber explicado mil veces más, y nunca lo habría entendido.
Por aquel entonces se había alejado el demonio que siempre me acompañaba, pero la ira salía por cualquiera otra razón sin apenas importancia. Eran tiempos difíciles de jugar a ser periodista en los que me enfrenté por igual a las sombras de mi profesión y a los dramas de emprender. Un día recibí una llamada de trabajo que me sacó de quicio y de repente recordé el papelito que llevaba guardado en mi cartera. Lo saqué, me fui del evento en el que estaba y me senté en un banco de un parque cercano.
OM AH VAJRAPANI HUM HUM PET
Así siete veces pensando para mi misma que era la persona más tonta que había en ese momento en el parque. Pero funcionó. Y ¿sabes que? No creo que fuera la fuerza de ese mantra, ni el cariño con el que me lo escribió la amiga que quiso ayudarme. Fui yo misma que, por primera vez, me senté a pensar, a calmarme, antes de dejarme ir sin control ni medida.
No ha sido un camino fácil, ni mucho menos. La ira tardo mucho en irse y entonces comprendí que también era necesaria. Pero tenía que aprender a controlarla. Así empezamos una relación diferente en la que ella venía solo cuando yo la llamaba y no cuando ella quería. Me ayudó a salir de muchos sitios en los que no quería estar y a defenderme de lo que no era justo ni quería en mi vida. Mi yo de entonces nunca creyó que fuera posible no responder a un ataque con ira. Pero sé que estaría feliz de que ya no me duelan los nudillos como entonces, de que ya no me tenga que enfrentar al arrepentimiento de los dardos envenenados que lanzaba sin control a todos aquellos que me querían.
Cada vez que vuelvo al centro budista de Malaga les recuerdo la misma anécdota. La primera vez que entré a una de las clases una de las maestras (a la que adoro) estaba explicando que tenemos que ser capaces de controlar nuestras propias emociones independientemente de lo que nos hagan. A mi me parecía una quimera imposible y apenas atendía, hasta que una de las asistentes empezó a preguntar:
-Pero imagínate que alguien te ataca, de noche, en tu casa. ¿Tú no puedes defenderte?
-Claro que tienes que defenderte, pero sin ira
-Pero a ver, imáginate que tú estás durmiendo y abres los ojos y hay un tío con un cuchillo “así de grande” a los pies de tu cama ¿qué haces?
Continuaron un rato así mientras la maestra trataba de explicarle que el problema no estaba en la acción en sí, el hecho de defenderte, si no en el control de tus propias emociones en cada momento. Al final todo terminó con una frase magistral que siempre me hace sonreír: «Bueno pues te levantas y le pegas una patada al tio ¡pero sin ira!»