Veo la vida pasar ante vuestros ojos que se siguen sorprendiendo de todo cuanto sucede alrededor, pero cada vez un poquito menos. Y en cada cosa que aprendéis, está la infancia que se os escapa y tratamos de retener entre nuestros dedos. Como si fuera posible parar el tiempo, reteneros en Nunca Jamás para siempre.
Y ese cuento que inventamos, una noche de invierno, sobre unicornios voladores y papá en la cocina, se diluye en tu recuerdo porque no saco tiempo para escribírtelo, como te prometí, como pactamos. Tú, mi amor incondicional por un alma pura que me conoce mejor que yo misma, que ve a través de mi risa y comparte conmigo secretos y locuras.
Las postales que te envío, desde cualquier lugar del mundo, pronto dejarán de hacerte ilusión, y tú, mi pequeño duende, aprenderás a comportarte y comer “como una persona mayor” olvidarás que fuiste libre hasta para elegir como sentarte. Y aquellas tardes en las que descubrimos tesoros enterrados y llevamos a cabo experimentos que te hicieron soltar con desprecio la frase «menudo fracaso», terminarán por borrarse sepultadas por otros miles de juegos nuevos.
Mi princesa crecerá, se le pasarán sus ataquitos y ya no podré calmarla con pegatinas de letras y números. Tal vez olvides que un día nos metimos en tu carpa de circo y recorrimos el mundo montadas en un elefante. Mientras el mundo se desvanecía y tus sueños se hacían gigantes.
Los tres, cada uno a su manera, sois el tiempo que me queda, la nueva era, la eterna espera. Y cómo decían mis ídolos de juventud, al igual que vosotros, no sé cómo vivir, estoy improvisando.
El plan cruel y despiadado del diablo implica que, mientras vivo mi vida, me estoy perdiendo la vuestra.
Hoy le escribo a los niños que sois, a las almas libres que vuelan, saltan, corren y aún me preguntan qué quiero ser cuando sea mayor. La respuesta es sencilla, quiero ser como vosotros, acompañaros en esta aventura que es la vida.