El otro día fui al cine a ver La La Land. Las críticas a mi alrededor no eran muy favorables y no hay nada que me moleste más en este mundo, que me condicionen antes de ver una película. Ni siquiera soporto los tráilers o las puntuaciones de Filmaffinity.
Así que me dirigí al cine sin demasiadas expectativas. Los primeros 10 minutos de película confirmaron mis sospechas y pensé que a Hollywood se le había ido la pinza definitivamente.
Luego todo cambió, me trasladé a otra época de mi vida en la que mi mayor sueño se hacía realidad cuando cubría festivales de cine clásico. Nunca he disfrutado tanto una película como aquella vez que vi Nosferatu, en blanco y negro, versión original, en medio de un cine vacío.
El cine fue uno de mis primeros amores junto con la literatura y la poesía. Me parecían obras de arte inmortales que los directores nos regalaban a todos. Esas salas medio vacías de espectadores me regalaron el amor por Bogart, por Audrey, por un Marlon Brando lejos de ser un capo de la mafia y por un Buster Keaton que no necesitaba palabras para ser genial.
Todo eso se había quedado escondido en un rincón de mi memoria y La La Land me lo devolvió. Con la maestría de los grandes actores, Ryan Gosling construye un personaje atemporal que condensa en su actitud los grandes temas de todos los tiempos: el amor, los sueños, el paso de la vida. Y debo decir que Emma Stone está brillante, pese a no ser santo de mi devoción.
Disfruté con las canciones porque Moulin Rouge me enseñó a amar los musicales y su, en ocasiones, falta de lógica. Aplaudí las fases de un amor que todos hemos vivido. Y cuando la película llegó a su final solo pude pensar en Bogart. En una puerta que se abre trayendo todos los recuerdos de un París en guerra, en una Ingrid que se adentra en una historia de la que nunca estuvo preparada para salir. Y odié muchísimo al Karma, el destino o al responsable de que el pobre Rick, atormentado por el pasado diga su famosa frase “ de todos los cafés en todos los rincones del mundo, tuvo que entrar en el mío”.
Y me puse a pensar en que hay miles de películas sobre la victoria del amor, los finales felices. Canciones como esta que te hacen creer que encontrarás tu camino. Pero son pocos los que se preocupan por el destino del pobre Rick, allí solo en Casablanca. Viendo como se aleja el avión que lleva al amor de su vida y el se queda en tierra. Sabiendo que, por mucho que le duela admitirlo, París no es más que un recuerdo.
Nadie parece preocupado por James Marsden cuando Allie lo abandona para irse con Noa, es lo justo, todos queremos que gane Ryan Gosling. Pero hasta el nos demuestra que todos, alguna vez, hemos perdido.
Hoy me apetecía hacer una oda a los finales trágicos, a los amores imposibles y las historias que no terminan como esperábamos. Después nos queda la inocencia de pensar que tal vez cambie con el tiempo o incluso un final alternativo que nos devuelva la esperanza.
Pero en el mundo existen muchos Bogart ante el piano enfrentándose a sus fantasmas con una copa de Whiskey. Ellos son los verdaderos supervivientes, que a pesar de todo lo vivido aún son capaces de decir “Tócala Sam, la tocaste para ella, tócala para mí. Si ella la resistió, yo también. ¡tócala”.
Que ya mañana volveremos a enfrentarnos a este mundo que no siempre es un musical.
Mientras escribo suena: Dioses de la distorsión de Iván Ferreiro
Se habla poco de muchas cosas. Se habla poco de esos solteros faltos de casito (sí, de casito, no de amor o de cariño). Se habla poco de los perdedores, porque las historias las cuentan los que ganan. Se habla poco de que, sí, es un problema del primer mundo, pero la falta de amor es un problema.
Por suerte siempre nos quedan poemas, películas, canciones que hablen de lo que sentimos cuando se apaga el ruido del mundo. Quedan personas/escritores como tu que entiendan lo que digo.