Cuando se apagan las luces de la sala y se enciende el proyector lo que buscamos es encontrar una historia de esas que nos devuelva la fe en la humanidad. Cuentos que trasciendan la pantalla y nos hagan creer que todo es posible. Que alcanzaremos todas las metas marcadas. A lo largo de su historia, Hollywood se ha esforzado en transmitirnos esa idea y en afianzar la hegemonía del sueño americano. Nos gustan los personajes fuertes, valientes, que tienen finales felices. Porque a nadie le gusta salir del cine peor de lo que entró. Las películas se inventaron para hacernos soñar, para invitarnos a escapar de la realidad.
El cine constituye uno de esos primeros amores que te descubren un mundo más allá de la gris realidad. Los directores nos regalan obras de arte inmortales que condensan en unas horas toda la esencia del ser humano. El amor, la vida y la muerte. Lo que preocupaba a nuestros abuelos y seguirá quitándole el sueño a nuestros hijos. En el precio de la entrada va incluido un viaje a lugares que aún no has podido descubrir, a finales felices que siempre quisiste para tu propia historia y a leyendas inverosímiles que quieres creer que son reales.
Pero ¿qué pasa cuando todo sale mal? Hay ocasiones en las que los guionistas ponen a prueba nuestro aguante y nos hacen enfrentarnos a momentos trágicos. Frente al héroe que sale victorioso de todas las pruebas de la vida se muestra el perdedor atormentado por el pasado que no consigue salir a flote. La fina línea que separa a Victor Laszlo de Rick en Casablanca condensa toda una historia sustentada en una figura, no siempre valorada, pero capaz de darnos auténticas lecciones sobre la vida: el perdedor.
El perdedor a lo largo de la historia
Si te paras a pensarlo, al margen de los mensajes positivistas que llenan nuestras redes sociales, lo cierto es que es muy probable que fracases varias veces a lo largo de tu vida. Y no pasa nada. Estamos más cerca del pardillo que se queda sin la chica que del triunfador que consigue todo lo que quiere. En una rutina a medio camino entre Peter Parker y Spiderman, a veces resulta hasta hiriente ver lo bien que les va a los vencedores. Bukowski, todo un experto en el noble arte de perder, decía “Me gustan los hombres desesperados, hombres con los dientes rotos y mentes rotas y destinos rotos. Me interesan. Están llenos de sorpresas y explosiones. También me gustan las mujeres viles, las perras borrachas, con las medias caídas y arrugadas y las caras pringosas de maquillaje barato. Me interesan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre marginados porque soy un marginado”. De ahí que encontremos la imagen del perdedor en el cine como una forma de acercar este arte a la esencia del pueblo, a la realidad del día a día.
Y desde la pantalla alguien te dice: Vas a fracasar, y cuanto antes lo aceptes mejor. En eso consiste ser humanos, en intentarlo, caer y volver a levantarnos hasta que nos salga como queremos. Vidas caóticas, historias marcadas por el abandono y la soledad, problemas para llegar a fin de mes, situaciones que nos ponen ante un espejo que nos lleva a replantearnos nuestra propia vida. El cine nos ha regalado figuras de perdedores que se han convertido en todo un icono social. ¿Quién piensa, al terminar Trainspotting, que Renton es un perdedor? Esa es la magia de la película te coloca ante la idea de unos yonkis desahuciados sin planes, expectativas ni futuro y te plantea la pregunta ¿realmente eres tú quién ha elegido la vida?
La comedia también ha usado este papel poco favorecido por la suerte para darnos lecciones. De Forrest Gump a Bridget Jones, nos hemos topado con personajes estereotipados que buscan transmitir la idea de que todo el mundo puede alcanzar sus metas. En ocasiones el personaje ha pecado de parecerse demasiado a una caricatura de sí mismo alejándose de la capacidad para conectar con el espectador. En estos casos el papel del perdedor pierde su esencia. Un auténtico fracasado no se conforma con un final feliz, se merece una historia mucho más memorable.
La música, gran consejera y acompañante cuando se trata de lidiar con la pérdida, ha dedicado muchas letras al papel de aquellos a los que las cosas no les salen como esperaban. A veces es simple cuestión de suerte y otras, te encuentras con barreras inexplicables de la vida. Y si hay una película capaz de convertir estos sentimientos en algo visual y sonoro, sin duda, es Sing Street. La historia de unos chicos decididos a cambiar el mundo, al menos el suyo. En el Dublín de 1980, en medio de la recesión económica, un joven e idealista Conor se enfrenta a unos de los primeros dramas de su vida: dejar la escuela privada en la que estudiaba y empezar en un centro público. El camino que le lleva de la adolescencia a la madurez está plagado de carencias, problemas familiares y desengaños amorosos. Una historia que suena a verdad y a temazos punk del pasado. Porque el punk fue el único género que entendió que aquí venimos a perder y se encargó de hacerlo a lo grande, sin necesidad de pretensiones. A la sombra del protagonista encontramos al mejor perdedor de todos los tiempos, la persona que dedica su vida a abrir camino para que otros triunfen, sabiendo que él se quedará en la estacada. En la dedicatoria final de la película reside la esencia de la grandeza del auténtico vencido.
Incluso los grandes actores, los niños mimados del stars system, se han prestado a darle vida a personajes destinados al fracaso. La La Land no es tan sólo un recopilatorio de canciones que ponen los pelos de punta a los que no soportan los musicales. Es un recorrido por la historia de Hollywood y las miles de vidas tocadas por el sueño de triunfar. Acostumbrados al Ryan Gosling que consigue a la chica de sus sueños en el Diario de Noa nos encontramos aquí con un personaje atemporal que condensa en su actitud los grandes temas de todos los tiempos: el amor, los sueños, el paso de la vida. Y uno de nuestros mayores miedos: el temor a fracasar.
Por eso cuando la película llega a su final solo queda pensar en Bogart. En una puerta que se abre trayendo todos los recuerdos de un París en guerra, en una Ingrid que se adentra en una historia de la que nunca estuvo preparada para salir. Ese momento en el que odias al Karma, el destino o al responsable de que el protagonista, atormentado por el pasado diga su famosa frase “de todos los cafés en todos los rincones del mundo, tuvo que entrar en el mío”.
Cuando el avión despega pocos son los que se preocupan por el destino del pobre Rick. Viendo como se aleja el avión que lleva al amor de su vida y él se queda en tierra. Sabiendo que, por mucho que le duela admitirlo, París no es más que un recuerdo. Tampoco nos preocupamos cuando Allie abandona a Lon Hammond para irse con Noah, queremos que gane el bueno. Además él es rico y guapo, no tendrá problemas. Pero su final y el de tantos otros, nos demuestra que da igual en qué lado de la historia te sitúes, todos, alguna vez, hemos perdido.
El cine seguirá haciéndonos soñar con sus historias sobre la lucha entre el bien y el mal y el triunfo del amor y los sueños. Pero en el otro lado de la moneda seguirán las odas a los finales trágicos, a los amores imposibles y las historias que no terminan como esperábamos. Algunos directores, temerosos de hacernos demasiado daño nos mostrarán finales descafeinados o incluso alternativos que hacen de Jeux d’enfants una historia menos trágica pero también le restan parte de su belleza.
Lo cierto es que en el mundo existen muchos Bogart ante el piano enfrentándose a sus fantasmas con una copa de Whiskey. Ellos son los verdaderos supervivientes, que a pesar de todo lo vivido aún son capaces de decir “Tócala Sam, la tocaste para ella, tócala para mí. Si ella la resistió, yo también. ¡tócala”.
Que ya mañana volveremos a enfrentarnos a este mundo que no siempre es un musical.